lunes, 12 de noviembre de 2007

Gestos de madre


Hace cerca de cuarenta años, en un aula de no importa qué escuela. La maestra pide a los alumnos que dibujen a sus madres haciendo algo. Una niña dibuja a su madre barriendo, como también lo hacen muchos de los chicos del grado, acaso porque en el manual de lectura hay un dibujo de una madre que barre mientras el padre lee el diario cómodamente sentado en un sillón, con una pipa. (Quien me relata este recuerdo personal cree que se trataba de la página con la que se aprendía la letra pe: por eso la pipa y el papá). La niña vuelve a su casa con el dibujo que hizo y se lo muestra a su mamá. La madre lo mira, le dice que está hermoso, y con un gesto suave borra con una goma la escoba que tiene en las manos, y en el lugar de la escoba dibuja una guitarra. Hay declaraciones de principios que son mudas, silenciosas, un gesto.Hay madres que de un gesto dejan una gran herencia a sus hijos: un punto de vista sobre el mundo.
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En el libro Varia imaginación, la escritora Sylvia Molloy cuenta que siempre se jactó de no parecerse a su madre, gracias a los deliberados esfuerzos que había hecho para eso. Pero que un día, sentada a la mesa, se sorprendió repitiendo un gesto de ella: el de tomar el borde del mantelito y plegarlo dos o tres veces sobre sí mismo. Ese gesto, explica la escritora, se lo había observado en las comidas compartidas durante el mes que la había acompañado cuando su madre había enviudado, estaba sumida en la tristeza y sin querer comer. Ese gesto mínimo, inconsciente, evidentemente se le había impregnado en la memoria del cuerpo y ahora la volvía parecida a ella. Y sobre este gesto concluye: "Puedo verlo como una burla a mis intentos de imponer distancia con respecto a mi madre o como un oscuro homenaje. Elijo lo último: es, como hubiera dicho ella, más llevadero". A los cinco años pedí que me regalaran una batería. Me la regalaron, y durante 18 años, cada tarde durante 18 años, toqué esa batería en la casa que compartía con mi madre.Cada tarde durante 18 años, sólo separados por una especie de pared de madera, mi madre y yo fuimos platillos, bombos, ruidos. Quizás porque ella sabía que en esa práctica yo estaba construyendo mi destino, o quizá por cualquier otro motivo, jamás, ninguna tarde de ninguno de esos años, nunca, mi madre me culpó por el ruido o me pidió un poco de silencio. Pero su gesto se vuelve inolvidable para mí, no por haberme soportado (nadie tiene derecho a festejar alegremente el sacrificio que alguien tuvo que hacer por nosotros), sino porque una y mil veces descubrí en esas tardes que a ella le daba felicidad que yo estuviera haciendo libremente lo que me gustaba. Hay gestos que, si no fueran por las madres, serían huérfanos de existencia.

por Mex Urtizberea publicado en LA NACION del 19 de octubre de 2007

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